Violenta intervención gubernamental a un periódico, revista o estación de radio –usando a uniformados para ello– es algo que a lo largo de nuestras dictaduras y “dictablandas” han sufrido el Perú y otros países de la región. Una extraordinaria portada de Caretas en la década del 70 ilustraba una gimnástica incursión de un policía a través de un forado abierto en la puerta de ingreso a las oficinas de la revista en Jr. Camaná.  

Parte esencial del paisaje histórico del ataque a la libertad de expresión en el mundo ha sido y será el accionar arbitrario desde el poder del Estado. Que puede ir desde la incautación o clausura de un medio hasta las amenazas o el asesinato de periodistas –década del 90 en el Perú, por ejemplo–, la “compra” lisa y llana de directivos y comunicadores –como los trajines en la “salita del SIN”–, control de la publicidad, cancelación arbitraria de licencias y, en fin, todo un abanico de armas para controlar las informaciones y opiniones a los que puede acceder la sociedad. Los afectados acaban siendo, en primerísimo lugar los periodistas y comunicadores, pero la sociedad en general está afectada porque ve mermado su acceso a la información y a la diversidad de opiniones. Las constituciones democráticas y el derecho internacional condenan esa forma de violar la libertad de expresión.

Pero la libertad de expresión tiene varias caras y también son varios los derechos que están de por medio. Una segunda forma por la que una sociedad puede verse seriamente afectada en su derecho a una información plural es la concentración en la propiedad y conducción de los medios la que, por cierto, puede ser tanto pública como privada. Esto también contradice el derecho internacional. De manera reiterada se tiene establecido que el Estado debe “…equilibrar, en la mayor medida de lo posible, la participación de las distintas informaciones en el debate público, impulsando el pluralismo informativo. En consecuencia, la equidad debe regir el flujo informativo. En estos términos puede explicarse la protección de los derechos humanos de quien enfrenta el poder de los medios y el intento por asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de las ideas”.

Al ser el acceso a una información plural un derecho de la sociedad, consecuentemente el Estado se encuentra obligado a garantizarlo, como se ha establecido en reiterada y obligatoria jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y otros tribunales internacionales. Esas decisiones no son meramente “declarativas” sino de obligatorio cumplimiento, como lo tiene reiteradamente establecido desde hace años el Tribunal Constitucional. Para efectos de cumplir con sus obligaciones internacionales, en consecuencia, el Estado debe dictar las medidas legislativas, judiciales y de políticas públicas necesarias para proteger a la sociedad de los controles monopólicos y oligopólicos.

Hay una tercera cara de la libertad de expresión: su uso abusivo afectando indebidamente el honor y la intimidad de las personas. En conexión a ello se desprende la consecuente obligación del Estado de proporcionarle a la ciudadanía las herramientas judiciales –civiles o penales– para defenderse de la difamación y la injuria teniendo en cuenta que “La Corte no estima contraria a la Convención cualquier medida penal a propósito de la expresión de informaciones u opiniones”. Como se ha establecido de manera reiterada en esa jurisprudencia vinculante, se está ante derechos que el Estado también debe proteger –junto a la libertad de expresión– poniendo a disposición de la ciudadanía las herramientas judiciales de las que eventualmente podría hacer uso.

La defensa y protección de la libertad de expresión en sentido estricto, pues, va mucho más allá de un “no hacer” por el Estado absteniéndose de atropellar a los medios de comunicación o a los periodistas y comunicadores. Supone, en adición, un amplio y sofisticado tejido de obligaciones “de hacer” para garantizar el pluralismo informativo y poner a disposición de la gente los medios para defenderse eficazmente de atropellos contra el honor y la intimidad. Mucho pendiente, pues.

(Columna publicada originalmente el 5 de marzo en el diario La República)