En el Perú se ha llegado a niveles extremos, y hasta patológicos, en las “denuncias” como recurrente y apabullante monotema mediático y político. Parecería que en política –o cierto periodismo– para muchos no se está en “este mundo” si no se cabalga sobre una o más denuncias. En la semana que corre, por ejemplo, han competido hilachas del “tema Orellana”, el “tema Nadine” y hasta el de una estupendamente bien remunerada asesora del entonces ministro Urresti. Por cierto que son temas importantes, pero el hecho es que, como siempre, eso pone de lado cualquier discusión o debate en serio sobre cosas como las perspectivas económicas del país ante el enfriamiento de la economía mundial, el aumento incontrolado de la delincuencia o, siquiera, asuntos relevantes de la coyuntura como el tema Pichanaki/Pluspetrol.

Pueda que en esto se baten todos los récords latinoamericanos en el Perú, pero el hecho es que en la mayoría de países la corrupción –real o presunta– tiene todos los días preferencial atención ciudadana y las primeras planas. Desde el préstamo bancario a la nuera de la presidenta Bachelet, el escándalo de Petrobrás, las propiedades inmobiliarias del presidente Peña Nieto y las idem de la presidenta Kirchner, el tema de la corrupción –real o presunta– es el que más interesa en casi todos lados. Este desplazamiento de los demás temas pone de manifiesto al menos dos asuntos.

Lo primero es constatar la saludable evolución de nuestra región hacia esa manía de ventilar públicamente asuntos que en otros tiempos hubieran quedado ocultos tras el blindaje de la confidencialidad y el secreto. En el proceso de democratización latinoamericana esto se ha convertido en un ingrediente importante de la “democracia de ejercicio” y es, en realidad, un extraordinario salto histórico. Esto es parte de un proceso institucional y social que se retroalimenta con las percepciones e intereses de la ciudadanía en una demanda ciudadana democrática. Que se siente con necesidad –y derecho– de saber, opinar y exigir que los asuntos y cuentas públicas sean manejados para satisfacer el interés público y no para beneficio personal de nadie.

Todo esto es positivo y saludable.

Lo segundo es comprobar que ese “empoderamiento” por la ciudadanía, siendo positivo, puede ser ambivalente en sus efectos. Así, sirve de tierra fértil para que algunos políticos y medios masivos hayan convertido el asunto de los “malos manejos” –reales o presuntos– en su monotema. Es obvio que de no existir la hipersensibilidad ciudadana, probablemente esos políticos y medios no pondrían tanto énfasis en hacer girar sus campañas políticas alrededor del tema de la corrupción. El problema es que en esa dinámica se produce lo que Rosa María Palacios calificó en su programa radial este lunes una “retroalimentación perversa”.

Denuncias periodísticas o políticas que se generan, alimentan e inflan a sí mismas y con más de lo mismo para concluir en una “condena” por los medios y la ciudadanía. Con ello “todo está dicho” sin que los hechos hubiesen sido tratados aún en el espacio de la institucionalidad judicial o de los fiscales, pese a lo cual se llega a conclusiones políticas y “judiciales” contundentes que, por cierto, no necesariamente obedecen a la moral o probidad pública en abstracto sino a cálculos políticos de corto plazo.

En esa “retroalimentación perversa” ganan pantalla algunos pocos y suele sufrir no sólo la verdad sino la institucionalidad y la propia gobernabilidad. Esta queda arrinconada dentro de un marco de percepciones ciudadanas generadas en esas campañas que, a su vez, parametra y modula conductas de fiscales o jueces para que estén prestos a dictar fácilmente detenciones preventivas; porque eso, a fin de cuentas, es “lo que le gusta a la gente”. Estas dinámicas pueden ser gatilladoras de crisis políticas y hasta de ingobernabilidad, especialmente en contextos de debilidad o impericia gubernamental.

Pese a todo, sin embargo, no me cabe duda que es mil veces preferible que se ventilen estos temas, aún con excesos, a que permanezcan bajo el blindaje protector del silencio o la oscuridad. No me cabe duda que cualquier “destape” futuro sobre corrupción del presente se conocerá gracias a esto. Pero un llamado de atención, a la vez, sobre el riesgo de buscar réditos políticos inmediatos fáciles sacrificando la verdad, el derecho a la defensa y hasta la gobernabilidad. Responsabilidad grave de quienes cabalgan políticamente sobre estos temas.