Varios de los actuales conflictos en el mundo plantean retos y amenazas tan de fondo que no parecen tener solución inmediata. Es el caso del autodenominado Estado Islámico (EI), desafío no sólo para occidente sino para Irak, Turquía y varios países árabes, pero también para Irán.

Los pasos contra el EI son más simbólicos que otra cosa; ni siquiera se ha podido cortar la venta clandestina de petróleo proveniente de los pozos y de la refinería bajo control del EI. Acaso, cuando lo impensable se empiece a estructurar —una convergencia activa de Occidente (con Estados Unidos a la cabeza) y el chií Irán— se estaría abriendo recién un camino de respuesta más eficaz. Pero la mochila es pesada como para concretar ese paso así no más.

Mientras esa región del mundo y otras (África y Europa del Este) aparecen también atrapadas por la vorágine de la guerra y la angustia y sufrimiento que ella genera, en Latinoamérica son otros los vientos que soplan. Como todo en la vida, por cierto, con sus claroscuros y contradicciones, pero en el presente y las últimas décadas el ritmo de las sociedades cada vez está menos marcado por las guerras, los bombardeos y las operaciones militares. Y eso no ha ocurrido por designio divino.

Las tensiones internacionales y entre vecinos claro que existen, pero el camino escogido para resolverlas ha sido, por lo general, el del derecho internacional. Tanto que hoy los principales clientes de la Corte Internacional de Justicia son los países latinoamericanos que han preferido contratar buenos internacionalistas en lugar de poner en marcha tanques y aviones de guerra. Casi no ha habido guerras luego de la Segunda Guerra Mundial; la última —breve y focalizada— fue hace casi 20 años entre Ecuador y Perú y se resolvió con un excelente acuerdo de paz que ha borrado cualquier brisa de desconfianza y tensión binacional.

Pero el mundo sí ha sido pródigo en conflictos armados internos; entre 1945 y 1976, el 85% de las guerras ocurrieron al interior de países tal como se registra en un estudio del Centro de Seguridad Humana de la Universidad de Oxford. Casi todos esos conflictos han terminado por la vía negociada. En Latinoamérica, afortunadamente se avanzó mucho en construir un escenario más alentador. Así, el paquete de los conflictos centroamericanos fue resuelto durante la década de los noventa por la vía negociada con ejemplares acuerdos de paz; funcionaron eficazmente y acabaron con las guerras en países como El Salvador y Guatemala. La virulencia del crimen organizado y de las pandillas (o maras) de hoy no es un remanente de ella; obedece a causas y actores distintos.

En cuanto a violencia y tensiones internas hay, sin embargo, dos grandes retos para la región. Primero, acompañar el proyecto de los colombianos de terminar, por el camino de la negociación, con 60 años de la guerra con las FARC. Tienen por delante varios temas difíciles. Entre ellos cómo articular un proceso de reparación a las millones de víctimas y poner en marcha una efectiva justicia transicional que abra el camino a la paz duradera que, entre otras cosas, priorice y seleccione adecuadamente los casos más graves y representativos.

Asimismo, que, bajo determinadas condiciones, establezca rutas de penas alternativas o de renuncia a la persecución penal en la medida en que, entre otras cosas, el sindicado contribuya a la verdad y a la reparación de las víctimas. Rutas estas que habrán de erizar, seguramente, a extremistas de uno y otro lado que, en la práctica, correrían el riesgo de pasar a operar como adversarios objetivos de la paz. Anquilosados en un rígido concepto de justicia y que sólo se podría traducir en decenas de años de cárcel para miles de personas; una suerte de maximalismo punitivista sin sustento en el derecho internacional y que haría la paz —y una eventual reconciliación— inviables.

El segundo gran reto es enfrentar la creciente expansión del crimen organizado y de la violencia de fuentes como las del pandillaje o maras, especialmente en algunos países centroamericanos. No es cierto, como alguien ha planteado, que para esto haya que acabar primero con la pobreza. Esa relación mecánica pobreza-crimen no es cierta. Nicaragua, por ejemplo, tiene un PBI per cápita mucho más bajo que El Salvador, Guatemala y Honduras, y sufre muchísimo menos violencia.

Sí se pueden generar respuestas eficaces para la prevención y la lucha contra la delincuencia y ha habido experiencias exitosas en varias ciudades latinoamericanas. Sin paraísos en la tierra que imitar, es indispensable promover una suerte de cooperación sur-sur para el conocimiento sistemático de las mejores experiencias de fuerzas de policía, judicatura, entes municipales y participación ciudadana en la prevención y enfrentamiento al crimen. Avanzaríamos mejor.