No es un “acuerdo de paz”. Pero sí una solemne declaración de beligerantes en la “guerra” de las pandillas en El Salvador la que emitieron el miércoles de la semana pasada las pandillas MSX3, Barrio 18, Mao-Mao, Máquina, Mirada Locos 13 y demás. En una mezcla de afirmación de poder con señales de lo que llaman un “proceso de paz” anunciaban varias medidas que dicen estar aplicando desde el 24 de agosto entre las que se cuentan la suspensión del reclutamiento forzoso, el cese de “todo tipo de acoso a los Centros Escolares” y los ataques contra familiares de pandilleros y custodios. Los autodenominados “voceros nacionales de las pandillas” enfatizaban que siendo “parte del problema” también podían serlo de la solución de la violencia imperante.

Salida viable –o aceptable– o no, pero, en cualquier caso, un hecho importante en esa imprevista lógica “acuerdista” que arrancó hace dos años con un primer acuerdo de marzo de 2012 que suscitó controversia pero que disminuyó drásticamente y de inmediato el número de muertos. Como lo destaqué en esa ocasión, en pocas semanas bajó el número de homicidios en 59% (LR, 30/3/12); resultado nada desdeñable en un país que tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo.

Esa ruta fue criticada por algunos por ser “pacto con los criminales” pero, de otro lado, muchos destacaban lo que en términos prácticos había significado en reducción de muertes. En cualquier caso, el hecho es que por distintos motivos lo acordado en el 2012 fue quedando sin efecto a fines del año pasado y la actividad homicida –principalmente entre “maras”– se reanudó a todo vapor.

Al margen de lo que pueda ocurrir con este nuevo anuncio, el hecho mismo de que se dé es una expresión de la magnitud que ha adquirido el pandillaje como fenómeno criminal y de poder fáctico en El Salvador y otros países latinoamericanos. Buscar salidas prácticas a ese problema, en ese contexto, no puede ser criticado pero, sin duda, plantea la necesidad de respuestas integrales para garantizar sostenibilidad en la disminución del crimen. Los salvadoreños tienen en esto una tremenda responsabilidad que debe ser acompañada por la región.

El Salvador puede mostrarse ante el mundo –con razón– como ejemplo en el tránsito negociado, en los 90, de la paz a la guerra. Un país en el que los acuerdos para enfrentar la guerra interna fueron ruta exitosa de solución. Si bien la naturaleza del problema del pandillaje de hoy es sustancialmente diferente a la guerra de ayer, cabe seguir de cerca la evolución de los distintos caminos que van surgiendo frente al reto del pandillaje y estas ofertas de los pandilleros. Un problema como éste no es sólo de El Salvador ya que es un telón de fondo regional el crecimiento exponencial del crimen organizado y la violencia; particularmente grave y preocupante en otros países centroamericanos.

El pandillaje tiene efectos dramáticos en la vida cotidiana de la gente y en la demografía de ciertos países centroamericanos: emigración y desplazamientos internos. De hecho, va más allá de las fronteras de los países afectados. La emigración se ha gatillado por la alta criminalidad en El Salvador (137% más); Guatemala (59%) y Honduras (27%). También hay repercusiones dramáticas en los desplazamientos internos. Se estima que en El Salvador el número de desplazados el año pasado fue de 130.000 personas (nada menos que el 2,1% de la población nacional). En los años más violentos en Colombia esa proporción nunca rebasó el 1% anual. De continuar los desplazamientos a ese ritmo, en 10 años el 20% de la población salvadoreña estaría en esa condición, algo que nunca ha pasado en ningún país latinoamericano.

Por sus dimensiones y dinamismo, pues, es un problema que atañe a la región, respetando, por cierto, la soberanía de cada cual. Esto lo hace un tema que puede y debe merecer tanto de los países vecinos como de la región americana en su conjunto.

Así, por ejemplo, en los foros apropiados sería interesante que los países afectados directamente (los centroamericanos y México) pero que en realidad son todos, aunque en magnitudes diferentes, se puedan examinar conjuntamente los resultados de experiencias en desarrollo, tanto para enfrentar como para prevenir el creciente pandillaje. Afinando la labor policial, judicial y de los entes municipales, y diseñando y poniendo en marcha respuestas de restablecimiento del orden público en las que –ojalá– los propios generadores de la violencia puedan ser, en contextos muy específicos, parte de la solución.